Por Hugo Roca Joglar
Revista Nexos
Uno de los amos y señores del jazz, Miles Dewey Davis III, nació hace nueve décadas. Esta crónica explora los seis años más turbulentos y brillantes de su vida
Miles Davis es, a los 26 años, un recuerdo del pasado; uno malo, que remite a sensuales sonidos destrozados por la angustia.
Su joven cuerpo ya no pide música; ha sustituido la trompeta por una jeringa. Carrillos fláccidos, pulmones lentos e hinchadas venas ansiosas, listas para ser penetradas por la aguja.
Persigue la heroína entre la nieve —esta desesperante nieve neoyorquina de 1952 que flota en el aire siguiendo trazos horizontales y parece nunca terminar por caer— con los ojos desorbitados a causa del ansia.
Miles Davis —él, que solía ser paladín de disciplina, entrega, profesionalismo, trabajo y constancia— es un yonqui histérico e imprudente que se pica en baños de parques, cines, albercas públicas, teatros y bares de Harlem.
En el salvaje mundo del bebop lo ven como un fantasma; uno antinatural: sin vida anterior que purgar. Aún así, músicos espectaculares —J.J. Johnson (trombón), Perry Heat (bajo), Milt Jackson (piano y vibráfono) y Kenny Clarke (batería)— se lo llevan de gira por el Oeste. Como Miles Davis no tiene trompeta propia (empeñó la suya para poder pagar deudas) le ponen en las manos un instrumento prestado y por miedo a que lo venda se lo quitan al terminar el concierto.
Miles Davis —él, que solía ser inflexible con las indisciplinas— no puede conseguir droga en ciudades desconocidas (de Montana, Idaho o Wyoming) y aprovecha los intermedios de las presentaciones para bajarse del escenario y buscar entre el público a alguien que pueda darle una cucharita de heroína.
Si tiene suerte, corre a su cuarto de hotel —en donde guarda sus herramientas—, se la inyecta en las venas de las piernas —la policía le revisa los brazos con frecuencia— y regresa tarde (sus compañeros han tenido que empezar sin él) a la segunda parte del espectáculo. Sube tambaleante al escenario, se lleva la trompeta a la boca y vomita en vez de sacar aire.
Y Miles Davis, el antiguo cabroncito tan bien vestido de estilizados rizos, rehúsa el agua, apesta, tiene el cabello deshilachado y no se cambia de calzones, ¿para qué?: las erecciones lo han abandonado. Por primera vez en su vida las mujeres se alejan; lo miran con piedad y horror, como si quisieran cobijarlo, pero la idea de tocarlo les da asco.
Viaja a su natal St. Louis —en 1953— y se encierra en un cuarto de la granja de su padre —un rico dentista divorciado que tiene a su servicio dos doncellas y cocinera— con 16 litros de jugo de naranja y la idea de limpiarse.
Suda en la oscuridad; el cuello rígido, las piernas inútiles y una sensación de caos crudo y violento recorriendo sus venas (“si alguien me hubiera garantizado caer fulminado al instante, sin dudarlo hubiera tomado el regalo de esa muerte”). Así pasa ocho días; de pronto, en la madrugada del noveno, de un segundo a otro, el dolor desaparece.
Llama a Susan Garvin, una de sus antiguas amantes (“una blanca de pechos grandes a la que le saqué todo el dinero que pude”), y con ella tiene su primer orgasmo en tres años.
Viaja a Detroit. Está limpio como un niño. Forma un trío con Tommy Elanagan (piano) y Elvin Jones (batería) y, lentamente, el aire regresa a sus pulmones y a su pene la sangre.
Una de sus nuevas amantes michigander —diseñadora— tiene una fotografía de Sugar Ray en la pared de su cuarto, justo arriba de la cabecera de la cama. Absorber una y otra vez la figura del boxeador —arrogante, bien parecido, de cuerpo elástico— tras el trance erótico ejerce en Miles Davis una fascinación inexplicable (“Ray se convirtió en mi imagen mental de héroe”).
Regresa a Nueva York con trompeta propia, carrillos fuertes y nuevas canciones. Surgen dos discos: Miles Davis vol. 2 (1956) y Miles Davis Quartet (1956). Música de pasión triste, de vigorosa libertad.
Durante una sesión de grabación Miles Davis pide apagar las luces principales de la sala para que él y sus músicos toquen envueltos de una atmósfera melancólica. Cuatro instrumentos (batería, piano, bajo y trompeta); jazz de cámara. Fraseos delicados, de nítidas texturas. Y de pronto un ingeniero de sonido blanco suelta una carcajada: “Pero Miles, ¡ustedes son demasiado negros!, si apagamos las luces por favor sonrían, porque de lo contrario no vamos a poder verlos”.
El odio sigue ahí, es parte del aire: no se ha ido a ninguna parte; un odio duro, inmovible, sanguíneo, profundo y lacerante que aflora incluso durante el éxtasis creador del sonido.
En el gimnasio Gleason, de Harlem, Miles Davis aprende box de Bobby McQuillen. Practica tres veces al día hasta lograr que “el giro” —girar caderas y piernas al momento de golpear para que el impacto adquiera una potencia bestial— se le convierta en movimiento instintivo. Aspira a desarrollar un estilo pugilístico poético e imaginativo, que siembre trampas, plantee enigmas y proponga dinámicas de contención para luego explotar en una sucesión de elásticas embestidas.
Intenta con toda su alma no recaer; mantenerse sobrio, concentrado y fuerte. Se encierra en sí mismo —en su capacidad de boxear, en el sonido de su trompeta— para protegerse de la realidad, de los otros, del mundo. Ya no distingue quién es amigo o quién enemigo. Nunca habla sobre sentimientos y en el escenario es glacial; ni siquiera se preocupa por anunciar al público el nombre de las piezas.
Así vive Miles Davis —hostil, monosilábico y hermético— cuando recibe, hacia 1957, una noticia que lo altera: Juliette Greco está en Nueva York para filmar una película (The Sun Also Rises); se hospeda en el Astoria y quiere verlo.
—Dame algo de dinero —es lo primero que le dice Miles Davis a Juliette cuando entra en la suite de su hotel neoyorquino. Juliette es la única mujer a la que ha amado. Con ella (en París, en 1949, cuando visitaba a Sartre para hablar sobre el concepto de cobardía en un francés chapurreado) sintió que en su corazón existía una pasión más poderosa que la música, y esa revelación le llenó los nervios de un horror áspero y pegajoso—. ¡Necesito dinero ahora mismo!, que debo irme inmediatamente.
—¿Volverás? —alcanza a preguntar ella mientras le extiende billetes en un estado de asombro, como si no se lo creyera.
—No lo sé —Miles Davis abandonó a Juliette sin dar la cara en 1949 y se hizo la promesa de jamás volver a verla. Haberla traicionado le partió el alma y lo precipitó a un vacío que llenó con heroína—, te llamo en la semana…
—Miles —dice ella con voz aguda y susurrante, atravesada por el pánico— quiero que vuelvas…
—¡Vamos!, ¡cállate zorra! —Miles Davis desea hacerle el amor, pasar las noches siguientes con ella, pero tiene miedo de que un romance lo regrese al abismo del que apenas está saliendo—, ya te he dicho que te llamaré más adelante.
De una manera torcida, cínica y oscura, el haber humillado a Juliette desencadena que fascinantes pensamientos musicales se le agolpen en la mente. Pensamientos tan vigorosos e innovadores que lo estremecen.
El bebop salió de Loius Armstrong, pasó por Lester Young y Coleman Hawkins hasta llegar a Dizzy y Bird. Hacia 1957 todo lo que se toca suena a ellos: música llena de notas, de voces rápidas cantando en registros altos sobre velocísimos cambios de acorde.
Miles Davis introduce —en obras como “Swing Spring” o “The Man I Love”— un nuevo sentido del espacio a este esquema. Reduce el número de notas, busca sonidos en registros medios y bajos. Y convierte la partitura en un mapa: no hay imposiciones, sólo trazos, direcciones e imágenes. Cada intérprete decide de qué manera llega a esos posibles lugares.
Miles Davis dice: “aquí tienes unos acordes, pero no los toques siempre tal como están, ¿entiendes? Empieza algunas veces en el medio y no olvides que puedes tocarlos en terceras. Esto significa que tienes 18 o 19 cosas distintas que tocar en dos compases”. Y ya todo se trata sobre alimentar esa dinámica de lo impensado.
Consigue aliados creativos, forma un sexteto y le asigna una misión a cada instrumento. John Coltrane (sax tenor; sonido armónico, rico en acordes). Red Garland (piano; suave sofisticación con un tenue —pero permanente— fuego). Paul Chambers (contrabajo; amarrar toda la tensión entre sus cuerdas). Philly Jones (batería; empujar a todos con disparos). Cannonball Adderley (sax alto; cantar con una voz arraigada en el blues). Y el sonido de su trompeta —melódico, grave, misterioso y un poco arisco— flotando por encima de esa trama para luego penetrarla.
Es un flujo musical grueso y adictivo (“como cuando una mujer se adorna con demasiado maquillaje”). Aunque de pronto respira entre la música el espacio. Y es entonces, ante la presencia del vacío, que Miles Davis obliga a sus intérpretes a superarse. Les propone un duelo de imaginaciones que, para llevarlo al límite, acude a los modos antiguos.
En la música modal no hay cambios de acorde; es posible seguir y seguir sin necesidad de repetirse. La propia capacidad de invención melódica es la única limitante. Si te quedas sin ideas en la música modal, el resultado es un desastre. Su reto es no parar; fluir y fluir hasta no poder más.
Miles Davis les dice: “toquen hasta donde sepan y a continuación más allá. Porque, si lo hacen así, cualquier cosa puede ocurrir y es ahí donde nacen el gran arte y la gran música”. Y así, cubiertos por esta mística grandiosa, graban Milestone (1958), tal vez el álbum más vibrante en la historia del jazz.
Es editado por Columbia, que le ofrece a Miles Davis 700 mil dólares anuales. Se compra un Mercedes blanco y trajes de Brook Brothers. Lo acusan de prostituto y él responde: “¡Todo el dinero procede de los blancos!; entonces: ¿por qué tener remordimientos?”.
Miles Davis deja a todas sus amantes (otoño de 1958) para casarse con la bailarina Frances Taylor (“alta, de color moreno con un toque miel, hermosa, piel lisa, sensible, artista, gentil y elegante”). Compra un Ferrari blanco. Tiene 32 años. La cocaína se convierte en un problema. Le seca los labios, le atonta la lengua. Debe tomar mucha agua para tocar bien la trompeta.
En una cultura —la neoyorquina— que de pronto —gracias a James Dean y Marlon Brando— consume lo rebelde, Miles Davis es el negro millonario arrogante y atrevido, vestido siempre como príncipe, que toca la trompeta como un beatnik poseso. Es una celebridad; todos quieren entrevistarlo. Y Miles Davis ya no tiene tiempo para boxear, la cocaína le muerde los nervios y para hacer el amor tampoco tiene tiempo.
Una noche, ante la televisión, Frances menciona que Quincy Jones es guapo y Miles Davis la derriba de un golpe en la quijada y se abalanza sobre el cuerpo de su esposa para —sin quitarse el anillo matrimonial— destrozarle con los puños la cara.
Hugo Roca Joglar
Autor de la columna sobre música clásica “Vibraciones”, que se publica en el suplemento cultural Laberinto de Milenio. Premio Nacional de Periodismo 2014 en la categoría “Crónica”.
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